El Infierno Como Forma de Organización & Perspectiva del Colapso Humano.
CUARTA PARTE.
SÁBADO 29 DE JULIO 2025
By PEDRO MOSIÑO DÍAZ.
El fragmento también muestra cómo el cuerpo empieza a reemplazar al yo racional. El dolor, el hambre, el vómito, el miedo, el hedor, la fiebre… se convierten en el nuevo lenguaje de existencia. Ya no importa el estatus social ni el conocimiento: todos regresan al cuerpo. En este sentido, Saramago propone una especie de regresión antropológica, donde la civilización es apenas una delgada capa que se quiebra ante la presión del sufrimiento físico y la ceguera simbólica.
El médico, pese a su rol de figura ilustrada, también se sumerge en esta desintegración. En uno de los momentos más potentes, piensa que un simple atasco en los retretes bastará para convertir el espacio en una cloaca. Esa visión, aparentemente práctica, encierra una carga metafórica: la frontera entre la dignidad humana y la degradación es frágil. Basta una fisura —un fallo logístico, un olvido, una orden burocrática— para que todo se derrumbe.
Perspectiva simbólica: el cuerpo como frontera del colapso humano
El fragmento de la página 54-59 muestra con crudeza el viaje final del ladrón de coches, herido, enfermo, condenado. A través de él, Saramago condensa una metáfora brutal del deterioro físico como símbolo del derrumbe social y moral. El cuerpo se convierte aquí en campo de batalla, en un territorio último donde se libran las tensiones entre el deseo de sobrevivir, la dignidad y el miedo.
La pierna gangrenada del ladrón ya no le pertenece. “Es como si no fuera mía”, dice, anticipando su propia muerte y expresando un profundo sentimiento de disociación. No se trata sólo de un problema médico; es una experiencia límite donde el cuerpo deja de ser refugio y se vuelve enemigo. Lo mismo puede decirse del Estado o de la sociedad, que deberían cuidar, pero en este encierro —como en la pierna— sólo hay infección, abandono y muerte.
El viaje del ladrón es también un acto de afirmación desesperada de humanidad. Aun sabiendo que está condenado, intenta escapar. Se arrastra como un animal herido, se impulsa a gatas, reflexiona, calcula, improvisa. Y aunque ya no puede caminar, piensa con una claridad insólita, tal vez por la fiebre, o por el hecho de que el sufrimiento agudiza la lucidez. Es en ese trayecto agónico donde el personaje revela otra verdad: en el borde de la muerte, el instinto de vivir no se rinde, pero también brota la conciencia. Él mismo recuerda haberle robado un coche a un ciego, y se dice: “Un ciego es sagrado, a un ciego no se le roba”. La culpa lo alcanza en el momento de su expiación.
El desenlace, brutal y trágico, simboliza el poder desmedido y absurdo: un soldado, aterrado por el reflejo de una cara blanca entre las rejas, descarga su fusil automático. No hay amenaza, no hay violencia real, sólo un hombre enfermo y moribundo. Pero en esta distopía, la lógica del miedo y del contagio justifica el asesinato preventivo. El cuerpo ciego ya no es humano, es un riesgo biológico.
Este episodio refleja con precisión el desequilibrio ético de los sistemas autoritarios: los soldados disparan porque pueden, porque deben cumplir órdenes, pero también porque no entienden lo que enfrentan. El miedo reemplaza al juicio. La ignorancia se vuelve método.
La luz del reflector —otro símbolo saramaguiano del control, la vigilancia y la supuesta claridad— no revela humanidad, sino un “charco negro”, la sangre que atraviesa la reja como una mancha inevitable. Y cuando el sargento ordena recoger el cuerpo, incluso ahí se nota el absurdo de la ceguera: seis se ofrecen, cuando pidió cuatro. La visión ha desaparecido, y con ella también el orden, la proporción, el sentido.
La escena del entierro del ladrón —cuyo cuerpo presenta «el cráver la mujer del médico, quien, como única vidente, se convierte en el eje moral de la narración. Su astucia al fingir ceguera para conseguir el azadón («iré en línea recta… a mí qué me importa») simboliza la resistencia silenciosa frente a la opresión. Pequeños gestos, como la chica de las gafas oscuras compartiendo su comida con el niño estrábico, revelan destellos de solidaridad en un mundo dominado por el egoísmo.
Saramago emplea un estilo narrativo distintivo: frases largas, puntuación mínima y diálogos encadenados que transmiten la confusión y el flujo caótico de la experiencia. La omisión de nombres propios (solo «el médico», «la mujer», «el sargento») universaliza el drama, mientras que detalles grotescos —como el amoníaco vertido sobre la sangre o los cuerpos apilados— refuerzan un realismo descarnado. La ceguera, más allá de su literalidad, se convierte en una alegoría de la indiferencia social y la crisis ética.
En conclusión, este pasaje condensa los pilares temáticos de la novela: la fragilidad de la civilización, la barbarie bajo el miedo y la tenue pero persistente resistencia de la humanidad. Saramago no solo describe un apocalipsis biológico, sino que expone las sombras de una sociedad capaz de perpetuar su propia destrucción. La pregunta que resuena es inevitable: ¿la verdadera ceguera es la falta de visión o la pérdida de nuestra humanidad?.
En las páginas 66-70 aborda de manera profunda la deshumanización que emerge en situaciones extremas de crisis, en este caso, una epidemia de ceguera que aísla y descompone el orden social. En el relato, el hambre y el instinto de supervivencia impulsan a los personajes a acercarse a la comida abandonada junto a los cuerpos sin vida, pero la razón y el miedo a lo desconocido, representado por los “espíritus” de los muertos, frenan ese impulso. Este choque entre el instinto básico y la reflexión revela cómo, incluso en condiciones límite, la mente humana intenta preservar un mínimo de precaución y sentido, aunque sea débil frente a la necesidad.
Un personaje fundamental es la mujer del médico, que, siendo la única persona vidente entre ciegos, actúa como guía moral y organizadora. A pesar de su ventaja, prefiere mantener en secreto su capacidad para no convertirse ni en una carga ni en una esclava de los demás, mostrando el dilema ético que implica el poder individual en un contexto colectivo de vulnerabilidad. Su figura simboliza la luz en medio de la oscuridad, una voz de sensatez y justicia en medio del caos.
Asimismo, el texto refleja la fragilidad del orden social cuando la supervivencia está en juego. La desconfianza, el egoísmo y los abusos, como quienes intentan duplicar las raciones de comida, complican aún más la convivencia. Surge la necesidad imperiosa de organización y liderazgo, aunque débil y discutido, para evitar que el hambre y el miedo se conviertan en fuerzas destructivas que terminen enfrentando a los propios sobrevivientes.
En suma, este fragmento pone en evidencia cómo, ante la catástrofe, la humanidad se enfrenta a sus instintos más primarios, al miedo a lo desconocido y a la urgencia de crear orden y solidaridad para no sucumbir al caos y la desesperación.
En este pasaje de las pagimas 71-72, el autor explora con crudeza la degradación física y emocional que enfrentan los personajes en un entorno donde la normalidad y la dignidad se desvanecen rápidamente. El médico, figura central y representante de la racionalidad, se ve atrapado en una situación humillante y desesperada que simboliza la pérdida de control y la vulnerabilidad absoluta. Su odisea para encontrar un retrete y la falta de papel higiénico no solo subrayan las carencias materiales del espacio, sino también la dificultad de mantener la compostura en medio del caos.
La descripción detallada del médico lidiando con el hedor y la suciedad, junto con su incapacidad visual para orientarse, potencia la sensación de aislamiento y desamparo. La luz blanca y resplandeciente, habitual en la percepción subjetiva de los ciegos en la novela, contrasta irónicamente con la suciedad y el olor nauseabundo, reforzando la tensión entre la percepción interior y la realidad exterior.
Además, el pasaje no omite el impacto psicológico de la situación: el médico llora en silencio, un gesto de humanidad que revela cómo la crisis afecta también el ánimo y la estabilidad emocional. La referencia a “las muchas maneras de convertirse en un animal” evoca la pérdida de la condición humana en circunstancias extremas, un tema recurrente que cuestiona la delgada línea entre civilización y barbarie.
La presencia silenciosa de la mujer del médico, que ayuda discretamente a su esposo, aporta un contrapunto de ternura y cuidado en medio de la desolación. Su reflexión sobre la posibilidad de quedar ciega algún día añade una capa de inquietud y empatía, mostrando cómo el miedo a la pérdida de sentido y autonomía afecta incluso a quienes aún conservan sus facultades.
Finalmente, los sonidos que emergen de la sala, desde suspiros hasta estertores, junto a la protesta de uno de los internos calificándolos de “puercos”, subrayan la atmósfera opresiva y la deshumanización progresiva de los personajes. La observación de que aquellos “probablemente nunca sabrían uno del otro más que esto” pone en evidencia la soledad radical que acompaña a la experiencia compartida del sufrimiento y la ceguera.
En las páginas 73-76 se expone con crudeza la convivencia en un espacio claustrofóbico donde la ceguera no es solo una condición física, sino también un símbolo de desorientación, vulnerabilidad y pérdida de control. La mañana llega temprano para algunos, no por el hambre, sino por un “reloj biológico” que, confundido y desajustado, rompe el equilibrio emocional del grupo. Esta imagen introduce la idea de que el paso del tiempo y la rutina pierden su sentido habitual en un entorno donde la vida se reduce a una supervivencia constante, y donde el desorden interno se refleja en el ambiente colectivo.
La descripción de los ciegos que despiertan y la diferencia entre quienes realmente descansan y quienes “han abierto los ojos” pero siguen atrapados en la oscuridad interna, revela la complejidad psicológica del confinamiento. La convivencia se muestra difícil no solo por las condiciones físicas, sino por las tensiones humanas derivadas de la privación, la falta de privacidad y la incomodidad creciente, manifestada en los ruidos e impulsos corporales que se vuelven insoportables en un espacio cerrado.
La figura de la mujer del médico es un hilo de humanidad en medio de la adversidad. Su llanto por no haber dado cuerda al reloj, y la respuesta solidaria de la joven con gafas oscuras, subrayan la fragilidad emocional que aqueja a todos y la necesidad vital del contacto humano, incluso en gestos mínimos y discretos. Este momento íntimo enfatiza la condición colectiva de sufrimiento, la solidaridad que emerge del dolor compartido, y el impacto psicológico profundo de la experiencia.
A nivel social, la preocupación por la comida y su distribución pone de manifiesto las dificultades para mantener la justicia y el orden en circunstancias extremas. La incertidumbre, el miedo y la desconfianza crean un ambiente tenso donde la organización depende de la cooperación y la honestidad, valores que se tornan frágiles frente a la desesperación. La reflexión sobre la “gente honrada” y la realidad de que son “gente con hambre” revela la cruda verdad de que las necesidades básicas pueden alterar los vínculos humanos y poner a prueba la integridad.
En las páginas 77-78 se refleja con una crudeza escalofriante la desesperación y la impotencia de un grupo de personas ciegas enfrentadas a un entorno hostil y a la amenaza constante de la violencia. La imagen de los ciegos avanzando torpemente, como animales a la deriva, en busca de la comida, simboliza la vulnerabilidad total ante un mundo que les es absolutamente extraño y peligroso.
El altavoz y la amenaza de los soldados marcan una tensión insoportable: el miedo paraliza, pero la necesidad obliga a actuar. Esa paradoja —la amenaza de muerte frente a la urgencia de alimentarse— se vuelve un eje dramático que no solo describe la situación física, sino que revela la profunda angustia psicológica de los personajes.
La confusión de los ciegos, la dificultad para orientarse en un espacio que no pueden ver y la incomprensión literal y figurada de las órdenes —como el malentendido de “la mano derecha”— enfatizan la fragilidad humana y la dificultad de la comunicación en circunstancias extremas. La escena tiene tintes casi trágicos, pero también algo de grotesco, en la forma en que el grupo se mueve como “cangrejos cojos”, una imagen que transmite impotencia y descontrol.
Por otra parte, el pensamiento del comandante, expresado con una frialdad brutal, resume la deshumanización total: los ciegos son vistos como un “miembro gangrenado” que debe ser cortado para salvar al resto, una metáfora terrible que refleja cómo se justifica la violencia sistemática y el exterminio bajo el manto de la “necesidad” o “salvación” del grupo dominante.
Finalmente, la lucha por la comida, el miedo a quedarse excluido y la desorientación creciente, evidencian cómo en situaciones límites el instinto de supervivencia puede arrastrar al ser humano a comportamientos caóticos y egoístas, aunque también deja entrever la resistencia, por mínima que sea, frente a la opresión.