SEGUNDA PARTE.
SÁBADO 12 DE JULIO 2025
By PEDRO MOSIÑO DÍAZ
Este episodio no es solo el punto de partida de una novela distópica. Es una radiografía de nuestra fragilidad. Saramago construye un mundo en el que la ceguera no distingue entre buenos y malos, ricos o pobres. Nadie está a salvo, porque lo que está en juego no es la vista física, sino la percepción moral, social y espiritual.
Leer este fragmento hoy es, quizá, más necesario que nunca. En una época en la que se multiplican las imágenes y se disuelve el sentido, Ensayo sobre la ceguera nos recuerda que ver no basta. Hace falta comprender. Hace falta reconocer al otro, aun cuando —como sucede en la novela— ni siquiera podamos ver sus ojos.
José Saramago despliega con precisión quirúrgica las tensiones centrales de su novela: la fragilidad de la percepción en las páginas 19-24, el desmoronamiento de la razón ante lo inexplicable y la cruda exposición de la condición humana. A través de una prosa sin concesiones, donde el narrador adopta un tono a veces filosófico, a veces irónico, Saramago construye una distopía que comienza como una fábula clínica pero que pronto se convierte en una parábola social.
Uno de los puntos más inquietantes del pasaje es la inversión simbólica del concepto de ceguera. En lugar de oscuridad, el primer ciego —y todos los que lo siguen— ve un “blanco continuo, como pintura blanca sin tonalidades”. Esta “amaurosis blanca” es, desde el punto de vista médico, una contradicción. El narrador lo deja claro: el cerebro no puede “pintar” de blanco lo que no percibe. Pero aquí la ciencia se rinde, y la metáfora toma el control. Este blanco no es ausencia de visión, sino saturación; no es falta de luz, sino su exceso hasta el punto de la parálisis. Lo que Saramago plantea, en clave de paradoja, es que la pérdida de visión comienza cuando todo lo visible se vuelve indistinguible, cuando mirar ya no significa comprender.
Este colapso de lo racional se dramatiza en la figura del médico, quien, aun con su formación científica, no puede hacer más que resignarse. Su temor se materializa como una profecía autocumplida: el miedo a la ceguera lo lleva, de forma casi poética, a perder la vista. Saramago apunta aquí a un cuestionamiento profundo de la racionalidad moderna, encarnada en la medicina, que, enfrentada a un fenómeno que no se deja clasificar ni curar, queda impotente. La ironía es feroz: el oftalmólogo, experto en visión, termina por no ver nada.
En paralelo, el texto introduce a la chica de las gafas oscuras, una figura que encarna otro de los grandes temas de la novela: la complejidad moral de lo humano. Su retrato está cargado de ambigüedad. Se sugiere que es una prostituta, pero Saramago rechaza la etiqueta fácil. La narración insiste en la libertad con la que ella elige, en la dignidad con que administra su cuerpo, y se burla de quienes emiten juicios rápidos. En una sociedad que se derrumba, las categorías morales convencionales —virtud, pecado, profesión, vicio— pierden solidez. El narrador, con su estilo digresivo y crítico, desmonta el prejuicio social con una mezcla de sarcasmo y compasión.
La forma en que la ceguera irrumpe en su vida es profundamente simbólica: en pleno acto sexual, en un momento de entrega y placer, su visión desaparece. ¿Es castigo? ¿Es coincidencia? Ella misma lo interpreta como una retribución moral. Pero Saramago deja claro que no hay justicia divina, solo caos. La vergüenza que experimenta no es más que un reflejo de la mirada social, un eco de una moralidad heredada que sigue oprimiendo incluso cuando el mundo comienza a descomponerse.
El tercer personaje de este fragmento, el ladrón del coche, añade otra capa de sentido. Su destino refuerza la sospecha de que esta ceguera puede estar ligada a una culpa no dicha, a un tipo de retribución simbólica. Sin embargo, más que castigo individual, lo que se dibuja es una epidemia ética: todos los que entran en contacto con el mal —real o supuesto— terminan tocados por él. La ceguera no distingue entre justos y pecadores. Es el gran igualador.
El estilo de Saramago, con su uso particular del discurso indirecto libre, la supresión de guiones de diálogo y la falta de nombres propios, refuerza esta desorientación. Los personajes se deslizan unos dentro de otros, como si perdieran contornos, al igual que el mundo que los rodea. La narrativa avanza en largos párrafos sin pausa, replicando el flujo incesante de la conciencia, el pensamiento, el miedo. Esta técnica no es sólo formal: es parte integral de la experiencia que el lector debe atravesar.
Finalmente, hay que detenerse en el papel del lenguaje. A lo largo del fragmento, el narrador duda de sus propios términos: “ver”, “blanco”, “prostituta”, “normal”. Cada palabra es puesta en cuestión, desmontada, examinada. Esto revela otra ceguera, más profunda y más antigua: la ceguera del lenguaje, esa incapacidad de nombrar lo real sin distorsionarlo.
Este pasaje no sólo introduce algunos de los personajes principales, sino que inaugura el tono ético y filosófico que impregnará toda la obra. En él se cristalizan ya las tensiones esenciales de la novela: ciencia vs. misterio, moralidad vs. deseo, lenguaje vs. experiencia, luz vs. conocimiento. Saramago no ofrece respuestas. Al contrario: lo que hace es dejar al lector sumido en la misma blancura enceguecedora que sus personajes, obligado a hacerse preguntas incómodas sobre la fragilidad de la visión —y de la civilización—.
En el fragmento analizado de las páginas 25-31 del Ensayo sobre la ceguera, José Saramago profundiza en uno de los momentos más decisivos de la novela: la transición del desconcierto individual al control colectivo. La ceguera blanca, inexplicable y repentina, ha dejado de ser un caso aislado para convertirse en un fenómeno que despierta el miedo institucional. En consecuencia, los primeros ciegos son identificados, clasificados como amenaza sanitaria y recluidos en un manicomio en desuso, un gesto que inaugura el encierro físico y simbólico que recorre toda la obra.
Desde una perspectiva temática, el pasaje construye una crítica clara al sistema burocrático y político. El protagonista, un médico que acaba de quedarse ciego tras atender a un paciente con los mismos síntomas, intenta por diversos medios advertir a las autoridades. Pero lo que encuentra es desinterés, desconfianza e ineficacia, expresadas en conversaciones telefónicas con funcionarios que priorizan el protocolo sobre la urgencia. El sistema aparece aquí no como garante de protección, sino como una estructura que posterga la acción por temor a asumir responsabilidades.
La mujer del médico, que aún conserva la visión, emerge como contrapunto ético y emocional. Frente a la lógica impersonal del Estado, ella representa la compasión y la decisión íntima: finge haberse quedado ciega para no separarse de su marido. Su acto es más que una muestra de amor; es una afirmación de humanidad en medio del desamparo. En una sociedad donde los ciegos comienzan a ser tratados como objetos de riesgo, su gesto reafirma la posibilidad de la solidaridad incluso en la adversidad.
En el plano estilístico, el texto muestra la marca inconfundible de Saramago: párrafos largos, diálogos integrados en el discurso narrativo y una puntuación poco convencional que elimina comillas y guiones. Esta elección no es arbitraria; permite un ritmo envolvente, casi vertiginoso, que imita la confusión del momento. La voz del narrador omnisciente, cercana e irónica, mezcla descripciones con reflexiones filosóficas y sociales, a veces con un tono de amarga resignación: “De esa masa estamos hechos, mitad indiferencia y mitad ruindad”.
Uno de los momentos más inquietantes del fragmento es la conversación entre el ministro y sus asesores. En ella se discute con frialdad administrativa cómo manejar la “epidemia” sin causar alarma pública. El término “mal blanco” —una forma eufemística para evitar decir “ceguera”— anticipa una estrategia de lenguaje que busca ocultar la gravedad de los hechos bajo una apariencia de control. La solución final es la reclusión de los ciegos y potenciales contagiados en un antiguo manicomio, una elección cargada de simbolismo: el espacio de los olvidados, ahora destinado a los que no ven, reales o simbólicamente.
La escena final del fragmento, cuando el matrimonio entra en la ambulancia y llega al manicomio vigilado por soldados, introduce con fuerza uno de los grandes temas de la novela: el aislamiento como forma de gobierno. Se trata de una cuarentena sin fecha de finalización (“cuarenta días o cuarenta años”, dice el ministro), que responde más al miedo que al conocimiento. Así, el encierro se convierte en el reflejo de una sociedad incapaz de mirar al otro sin sospecha, donde la enfermedad —real o percibida— justifica la pérdida de derechos.
Este episodio funciona como un umbral narrativo. A partir de aquí, Ensayo sobre la ceguera abandona definitivamente la lógica del mundo conocido para adentrarse en una alegoría social devastadora. El relato deja en claro que la ceguera que se propaga no es solo física: es también moral, institucional y cultural. Los personajes están al borde de una experiencia límite que revelará no solo su vulnerabilidad, sino también la naturaleza esencial de sus vínculos y decisiones.
En última instancia, lo que Saramago parece preguntarse —y con él, el lector— es si la verdadera enfermedad es la ceguera… o la forma en que respondemos ante ella.
En las páginas 32-38, la narrativa se centra en un grupo de personajes que han sido recluidos en un manicomio, aislados debido a una epidemia inexplicable de ceguera blanca. La descripción minuciosa del espacio —celdas acolchadas, gabinetes médicos, un jardín abandonado— subraya la desolación y el abandono, reforzando la sensación de pérdida y vulnerabilidad.
El diálogo entre los personajes pone de relieve las tensiones humanas y sociales que surgen en condiciones extremas. La mujer del médico, única que puede ver, intenta mediar en los conflictos, mientras que los demás, afectados por la ceguera y la incertidumbre, manifiestan miedo, agresividad y desconfianza. La convivencia forzada desvela las contradicciones entre la solidaridad y el egoísmo, el orden y el caos.
A través de las voces y comportamientos de los internos, Saramago explora temas profundos como la fragilidad de la condición humana, la pérdida de identidad, y la dificultad de mantener la esperanza y la dignidad en un entorno deshumanizado. La intervención autoritaria del Gobierno mediante el altavoz que dicta reglas estrictas sin ofrecer ninguna posibilidad real de ayuda externa amplifica el sentimiento de abandono y aislamiento.
La novela pone en cuestión la naturaleza del poder y la autoridad, evidenciada en la discusión sobre la posible organización del grupo. La resistencia a aceptar una autoridad impuesta refleja la desconfianza y el temor que domina a los personajes, mientras que la violencia y las acusaciones entre ellos representan una lucha simbólica por el control y la justicia en un mundo que ha perdido sus normas.
Por último, el fragmento evidencia la ironía trágica del mal blanco: una epidemia que no sólo ciega físicamente a sus víctimas, sino que también revela la ceguera moral y social subyacente en la humanidad. La mirada invisible de los personajes y la impotencia ante su destino simbolizan la crisis existencial y social que Saramago denuncia.
Este fragmento de Ensayo de las páginas 39-43 sobre la ceguera ofrece una vívida representación de la dinámica humana bajo la presión de la ceguera repentina y la precariedad del entorno. La escena transcurre en un pasillo estrecho donde un grupo de personajes, liderados por la mujer del médico —la única capaz de ver—, avanza con cautela y desconfianza, evidenciando el temor y la vulnerabilidad que dominan a quienes han perdido la vista.
La narración destaca las tensiones interpersonales que emergen en este espacio reducido y en circunstancias extremas. El acoso sexual del ladrón hacia la chica de las gafas oscuras introduce un conflicto que no solo refleja la degradación moral y el abuso de poder en situaciones de caos, sino también la resistencia y defensa que emergen como reacción natural a la violencia. La respuesta firme de la joven, que se defiende con una patada, simboliza un acto de reclamación de dignidad y límites en medio del desorden.