PRIMERA PARTE.
By PEDRO MOSIÑO DÍAZ
SÁBADO 05 DE JULIO 2025

«La derrota tiene algo positivo: nunca es definitiva. En cambio, la victoria tiene algo negativo: jamás es definitiva»
Jose Saramago (1922-2010)
José Saramago (1922–2010) es reconocido como uno de los novelistas portugueses más influyentes del siglo XX. Su obra ha traspasado fronteras, consolidándose como una figura clave en la literatura contemporánea mundial. En el ámbito hispano, su consagración comenzó en 1985 con la publicación de El año de la muerte de Ricardo Reis, una novela que marcó el inicio de un notable ascenso literario que no dejó de crecer con cada nuevo título.
Entre sus obras más destacadas figuran Manual de pintura y caligrafía (1977), Alzado del suelo (1980), Memorial del convento (1982), La balsa de piedra (1986), Historia del cerco de Lisboa (1989) y El evangelio según Jesucristo (1991). En el periodo más productivo de su carrera, Saramago residía en la isla de Lanzarote, desde donde participaba activamente en la vida cultural española y europea.
Uno de sus libros más emblemáticos, Ensayo sobre la ceguera, representa una poderosa metáfora de la condición humana frente al caos y la pérdida de valores. La novela se inicia con una escena inquietante: un hombre se detiene ante un semáforo en rojo y, de forma repentina, queda ciego. Esta “ceguera blanca” —un fenómeno inexplicable— pronto se propaga sin control, obligando a los afectados a enfrentar lo más crudo y primitivo del ser humano: la lucha por sobrevivir a toda costa.
En esta alegoría aterradora, Saramago no solo construye un relato intenso y profundamente humano, sino que lanza una advertencia: tener ojos no garantiza la capacidad de ver. A través de su estilo inconfundible —provocador, reflexivo, irónico— el autor invita al lector a detenerse, cerrar los ojos y mirar más allá de lo evidente. Ensayo sobre la ceguera se convierte así en un ejercicio de lucidez, una reflexión profunda sobre la ética, el amor y la solidaridad en tiempos de oscuridad moral.
Con su habitual maestría, Saramago nos recuerda que “hay en nosotros una cosa que no tiene nombre, esa cosa es lo que somos”. Una frase que resuena como una verdad esencial en una obra que, más allá de su trama distópica, ofrece una esperanza: la posibilidad de reencontrarnos con nuestra humanidad perdida.
El fragmento con el que se abre Ensayo sobre la ceguera es un ejemplo magistral de cómo Saramago articula la cotidianidad urbana para sumergir al lector en una atmósfera de inquietud que va escalando hacia lo inexplicable. Todo comienza con una escena trivial: el cambio de luces de un semáforo en una ciudad anónima, pero reconocible. Desde esta primera imagen, el autor dibuja con precisión casi quirúrgica el ritmo de la ciudad moderna: los peatones cruzando las franjas blancas del paso de cebra, los conductores impacientes presionando embragues, los bocinazos como lenguaje subterráneo del tráfico.
Pero en medio de esta coreografía diaria, se introduce una anomalía: un coche que no arranca cuando la luz verde lo permite. Este pequeño error en la mecánica de la normalidad desencadena lo extraordinario. El conductor no responde a los gestos de ayuda, parece desorientado, agitado, hasta que finalmente pronuncia una frase devastadora: “Estoy ciego”. Así se interrumpe la lógica habitual de lo urbano, y emerge el absurdo.
Saramago no presenta la ceguera como una condición médica, sino como una irrupción existencial. El hombre ha quedado súbitamente ciego, pero no en el sentido que se espera: no lo envuelve la oscuridad, sino una blancura total, una especie de “mar de leche” que borra los contornos del mundo. Este detalle es esencial. La ceguera blanca que introduce Saramago trastoca la concepción tradicional de la oscuridad como símbolo de lo desconocido. Aquí, la luminosidad excesiva es lo que impide ver. Una paradoja que insinúa, desde el comienzo, el carácter alegórico de la novela.
El hecho de que la ceguera ocurra en medio del tráfico y frente a un semáforo —símbolo del orden, de la lógica del sistema, del control urbano— tiene un peso simbólico notable. Es justamente allí, donde el orden rige, que irrumpe el caos. El cuerpo social, representado por peatones, automovilistas y testigos, reacciona con una mezcla de incredulidad, miedo, solidaridad y desconcierto. Algunos quieren ayudar, otros solo desean que el obstáculo sea removido. Lo humano y lo deshumanizado se entrecruzan en la respuesta colectiva a esta anomalía.
El estilo de Saramago, sin signos ortodoxos de puntuación para los diálogos y con largas frases que se enlazan como pensamientos en tránsito, refuerza la sensación de flujo ininterrumpido y de desorientación. El lector, como los personajes, se ve inmerso en una realidad que cambia sin previo aviso, sin explicaciones.
Pero más allá de lo anecdótico, este pasaje inicial plantea una tesis central de la novela: la fragilidad de nuestras certezas. El hombre que sale de su casa en la mañana como cualquier otro día, confiando en la rutina y el orden, termina enfrentando una tragedia incomprensible. “Quién me iba a decir a mí que hoy iba a ocurrirme una desgracia como esta”, dice el ciego. Y con ello, Saramago nos prepara para la gran metáfora de su novela: la ceguera como pérdida no solo de la visión física, sino de la capacidad de comprensión, de empatía, de humanidad.
Ese primer caso de ceguera marca el punto de ruptura entre un mundo que aún cree ver y otro que, muy pronto, comenzará a descubrir que la verdadera ceguera no es física, sino moral.
En este segundo bloque de Ensayo sobre la ceguera (página 6-11), Saramago nos lleva del caos urbano a la intimidad doméstica, y lo hace sin perder la tensión narrativa ni la carga simbólica. El ciego ha sido devuelto a su casa por un desconocido solidario —figura casi alegórica del “buen samaritano”— pero la ayuda, aunque sincera, deja entrever el inicio de una desconfianza inevitable. El miedo ya se ha instalado.
El trayecto hasta la casa es una travesía física y psicológica. Lo que antes era rutina —caminar una cuadra, cruzar una acera— se convierte en un laberinto de obstáculos: coches mal aparcados, aceras estrechas, irregularidades invisibles. La ciudad comienza a revelarse como un entorno hostil para el recién ciego, y la ceguera, como una experiencia de vulnerabilidad total. La descripción de sus movimientos, sus tropiezos y su inseguridad marca el inicio de una metamorfosis: ya no es un ciudadano funcional, sino alguien que depende completamente de otros, y que además empieza a desconfiar de ellos.
Cuando llegan al edificio, el ciego intenta retomar el control: insiste en entrar solo, usar sus llaves, no aceptar compañía. Pero cada gesto está marcado por la torpeza, la frustración y la angustia. Su intento de normalidad es más un acto desesperado de autoafirmación que una muestra de autonomía real. Saramago refuerza la tensión entre apariencia y verdad: el ciego aún quiere parecer autosuficiente, aunque la realidad le grita lo contrario.
Ya dentro de la casa, la narración da un giro introspectivo. El hogar, que debería ofrecer seguridad, se convierte en un espacio desconocido, ajeno, casi fantasmal. El hombre reconoce los muebles por el tacto, pero todo le parece distante, diluido. La ceguera blanca —esa paradoja visual que reemplaza la oscuridad habitual por una niebla luminosa— lo desconecta no sólo del mundo, sino también de su propia memoria visual. Lo que antes pensaba que sabía sobre la ceguera se desmorona. No es una simple ausencia de luz: es una anulación de lo visible, un velo que borra incluso la idea de forma.
El incidente con el jarrón —al que rompe accidentalmente— es un punto clave. Es el primer accidente doméstico que simboliza lo que vendrá: la pérdida de control, el deterioro progresivo de la cotidianidad. El vidrio que se clava en su dedo y la sangre invisible pero pegajosa acentúan la sensación de alienación. Es su propia sangre, pero no puede verla; es parte de él, pero se vuelve extraña, casi enemiga. Saramago introduce aquí una metáfora poderosa: la herida no es solo física, sino existencial.
Y en medio de este colapso sensorial, el cuerpo se rinde. El ciego se queda dormido. Saramago lo describe como una “dimisión del cuerpo”, una renuncia fisiológica en el momento menos lógico: justo cuando el pánico debería mantenerlo despierto. Y es en ese duermevela que se da el momento más cruel del episodio: sueña que puede ver, que todo ha sido un juego pasajero, una ilusión reversible. Es una esperanza tan reconfortante como engañosa. El sueño, irónicamente, le devuelve la visión que la realidad le ha negado.
El regreso de la mujer abre un nuevo plano en la narración: el enfrentamiento con lo íntimo, con el otro más cercano. La incredulidad de ella, su negación inicial, su enfado, y luego su compasión, marcan el primer contacto emocional con una tragedia aún incomprensible. Cuando el hombre confirma su ceguera, la mujer transita de la sospecha al cuidado inmediato. La escena es a la vez tierna y desesperante: hay amor, hay apoyo, pero también una percepción incipiente de que lo que enfrentan está más allá de lo que pueden manejar.
El intento de cura —la atención al dedo herido, la búsqueda de un médico, la llamada telefónica— representa esa lucha inútil por mantener una lógica racional frente a una situación que no la admite. El fragmento cierra con una frase demoledora: “Para mí es como si no existiera la noche”. No hay contraste, no hay sombra, no hay descanso. La blancura lo cubre todo. La ceguera no es oscuridad; es una invasión silenciosa de lo visible por lo informe.
En este pasaje, Saramago pone en evidencia el inicio del colapso no sólo físico, sino simbólico de la realidad. La ceguera, como fenómeno inexplicable, comienza a desarticular el lenguaje, los espacios, los vínculos, los objetos. El hombre, que al principio era un individuo afectado, se transforma en la representación de un quiebre más profundo: el de la percepción misma. Y en esa transformación, la novela traza su primer gran viraje: de lo anecdótico a lo alegórico, de lo individual a lo colectivo, de lo visible a lo indeciblemente blanco.
En Ensayo sobre la ceguera (páginas 12-18), José Saramago plantea una de las más inquietantes metáforas contemporáneas sobre la condición humana: ¿qué sucede cuando lo que se pierde no es solo la vista, sino la capacidad de comprender lo que se ve? El episodio inicial de esta novela, que abre con la repentina ceguera de un hombre detenido en un semáforo, encierra ya muchas de las claves que sostendrán la historia hasta su desenlace.
Desde la primera línea, el lector es empujado a un territorio desconcertante. Un hombre pierde la vista, pero no cae en la oscuridad. “Lo veo todo blanco”, dice al médico. Saramago subvierte el imaginario tradicional: la ceguera no es tiniebla, sino una luz lechosa, densa, cegadora. No hay sombras, hay exceso. En un mundo saturado de imágenes y estímulos, tal vez lo verdaderamente peligroso no sea no ver, sino ver demasiado sin entender.
La escena se desenvuelve con una economía de recursos que es marca de fábrica del autor: sin nombres propios, sin guiones de diálogo, sin pausas innecesarias. Todo ocurre en un flujo constante, como si la narración compartiera la misma ansiedad del personaje que, desconcertado, busca una explicación que no llega. Su esposa, siempre presente, se convierte en su guía, en su apoyo y también en su vínculo con la realidad. Frente al caos, ella representa lo práctico, lo inmediato, lo humano.
El médico, ante la falta de respuestas, opta por el recurso de la ciencia: análisis, exámenes, terminología técnica. Pero nada funciona. Los ojos están sanos, perfectamente funcionales. Y sin embargo, no ven. La medicina queda desarmada ante lo inexplicable. La mirada científica, racional, comienza a mostrar grietas.
En paralelo, el lector descubre que el desconocido que ayudó al ciego —y luego robó su coche— también ha quedado ciego. El texto desliza entonces una idea perturbadora: ¿podría tratarse de una ceguera contagiosa? Pero más allá de la intriga, Saramago plantea una cuestión más profunda: la conciencia moral. El ladrón no era, en principio, malintencionado. Pero su remordimiento crece, hasta que la culpa parece manifestarse físicamente. El castigo no viene de afuera, sino de dentro. Como dice el narrador: “la conciencia, como todo el mundo sabe, tiene dientes para morder”.