SÁBADO 28 de Junio 2025
BY PEDRO MOSIÑO DÍAZ
La escena parece concluir una ceremonia civil ya de por sí despojada de afecto, pero no por ello está exenta de gestos reveladores. En esta parte, los detalles más sutiles —los nombres, las firmas, los testigos— se convierten en vehículos de poder, pertenencia y, también, resistencia.
Cuando Catalina firma con su nombre, es interrumpida por Andrés con una orden cargada de posesión: “De Ascencio, póngale ahí, señora”. Ese pequeño gesto encierra una ideología completa. La mujer, al casarse, debe dejar de ser quien era y pasar a ser parte del patrimonio del esposo. Ya no es simplemente Catalina Guzmán, es “de” alguien, un apéndice masculino. Esta fórmula —socialmente aceptada y legalmente reforzada— actúa como marca de propiedad, una forma de borrar su identidad anterior para integrarla a la del varón, no como igual, sino como pertenencia.
Cuando Catalina le pregunta si él también firmó con “de Guzmán”, la respuesta es contundente: “No, m’ija, porque así no es la cosa. Yo te protejo a ti, no tú a mí.” Andrés confirma su visión jerárquica del matrimonio: él es el fuerte, el protector, el que otorga su apellido como signo de inclusión… y de dominio. Catalina, pese a su juventud y falta de experiencia, comienza a percibir esas asimetrías. No protesta abiertamente, pero ya formula preguntas incómodas. La conciencia crítica empieza a abrirse paso, aunque sea tímidamente.
En contraste con este ambiente formal y patriarcal, Catalina introduce un gesto tierno, infantil y profundamente simbólico: exige que sus hermanos —a quienes nadie habría tomado en serio como testigos legales— también firmen el acta. En su lógica emocional, ellos son los que juegan con ella, los que han formado parte real de su vida, no los compadres políticos de Andrés. Este acto, aparentemente ingenuo, es también un intento de recuperar algo de su propio rito, de su propia narrativa dentro de un momento que se le ha impuesto.
La escena se vuelve casi cómica y entrañable: los hermanos firmando con solemnidad infantil, el moño gigantesco de Pía, la resistencia silenciosa de Teresa, el gesto estético de los peinados de los niños. La ceremonia se vuelve híbrida: a medio camino entre el acto oficial y el teatro íntimo de una niña que aún no termina de crecer, pero que ya intuye la necesidad de escribir su historia con los suyos, aunque sea en los márgenes de una libreta del registro civil.
El cierre con la frase de Andrés —“Después no digas que en tu familia no se pusieron sus moños”— condensa la ironía que recorre toda la novela. La frase, en apariencia graciosa, es también reveladora: la familia de Catalina sí se puso sus moños, pero no con altivez ni pretensión social, sino literalmente, con moños de tela, con gestos ingenuos que revelan su origen humilde y su inocencia frente al aparato de poder al que ahora se integran.
Este momento de la novela, breve pero significativo, encapsula muchas de las tensiones que recorrerán la historia de Catalina: la tensión entre pertenecer y poseer, entre jugar y obedecer, entre nombrarse y ser nombrada. Con su estilo directo pero cargado de capas simbólicas, Mastretta nos muestra cómo incluso en los detalles más pequeños —una firma, un moño, una pregunta aparentemente ingenua— se juegan batallas profundas sobre el poder, la identidad y la memoria.
El matrimonio como amenaza: cuando el amor se firma con subordinación
En la página 18 de Arráncame la vida, Ángeles Mastretta revela con crudeza las dinámicas soterradas de poder, violencia simbólica y posesión que sustentan el matrimonio entre Catalina y Andrés Ascencio. Este fragmento, lejos de romantizar el acto del casamiento, lo expone como lo que es en la vida de Catalina: un pacto forzado, encubierto de normalidad, legitimado por la costumbre y disfrazado de honor.
La narradora, ya con la perspectiva que otorgan los años, reconoce algo que en su juventud le pasó desapercibido: Andrés no hablaba por hablar. Cada gesto, cada palabra, estaba calculada para afirmar su poder, especialmente frente a figuras masculinas que pudieran representar una mínima amenaza a su autoridad, como el padre de Catalina. Lo que parecía una formalidad —pedir la mano de su hija— se revela como una advertencia velada: si no aceptas por las buenas, tengo medios para imponerte lo contrario.
Aquí se instala una paradoja dolorosa: Catalina es “entregada” por su padre no porque esté convencido, sino porque está intimidado. La diferencia de poder entre ambos hombres anula cualquier posibilidad de agencia paterna y, por extensión, cualquier espacio para la voluntad de la hija. Esta escena, que en otra narrativa podría haberse contado como parte de una tradición familiar o un gesto de respeto, aparece aquí con toda su carga patriarcal: la mujer como moneda de cambio entre hombres.
La posterior reflexión de Andrés sobre cómo tratará él a sus propias hijas añade una capa más de cinismo: el hombre que se llevó a Catalina “de la noche a la mañana” se jacta de que a sus hijas no se las llevará nadie sin que él lo permita. No hay redención en su rol de padre; solo reafirmación del mismo control posesivo que ejerció sobre su esposa. Andrés no se ve a sí mismo como alguien que cometió una injusticia, sino como quien supo “hacer el negocio” a tiempo, y que ahora se prepara para que sus propias hijas no “se le escapen”. Aquí el matrimonio se vuelve abiertamente un acuerdo comercial, con “ruegos” y “negocios” y, si no hay trato, un rechazo violento. La cosificación de las mujeres en su discurso es brutal: no son personas, son “crías” que deben ser protegidas… de los hombres como él.
En la misma página, Mastretta introduce un contraste aparentemente menor, pero significativo: el jugo de naranja. Este pequeño gesto cotidiano se convierte en un campo de batalla simbólico. Catalina pide jugo, algo que forma parte de su rutina y su deseo personal, pero Andrés lo rechaza con violencia verbal, desautorizando su diferencia, su individualidad, su voluntad. “Usted se toma su café y su chocolate como todo el mundo”, le ordena. No es solo una cuestión de bebida: es una negación de su derecho a querer algo distinto. Catalina, en un intento de resistencia, apela a su padre. Él interviene, aunque de forma tardía y apenas firme. La niña obtiene su jugo, sí, pero no sin antes haber sido ridiculizada por su “antojo burgués” y advertida de que la vida con un militar no será complaciente.
Este episodio del jugo parece trivial, pero tiene un peso simbólico potente: representa la lucha por conservar lo propio —el gusto, la costumbre, la elección— frente a un entorno que pretende uniformar y domesticar a la mujer. Es una premonición de todo lo que Catalina perderá, todo lo que tendrá que negociar o esconder para sobrevivir en su matrimonio.
Mastretta, fiel a su estilo, teje el drama sin estridencias. No hace falta que haya gritos ni escenas violentas para que entendamos que Catalina está entrando en una jaula. Lo entendemos por los silencios, por las miradas que no cruzan, por las palabras que se dicen a otros pero se dirigen a ella. Lo entendemos por la resignación contenida y por las pequeñas batallas perdidas —como la del jugo— que anticipan guerras mayores.
Este fragmento, como muchos en la novela, no solo narra una historia personal, sino que pone en evidencia cómo se construye la dominación desde lo más íntimo. Andrés no necesita gritar para dominar: lo hace con frases cargadas de intención, con gestos simbólicos, con la calma amenazante de quien sabe que tiene el poder —legal, político y masculino— de su lado.
El silencio en la fiesta: poder, ritos y el disfraz de la felicidad
La escena que cierra el primer capítulo de Arráncame la vida no es una celebración, aunque lo parezca. Andrés, recién casado con una adolescente, exige alegría en la mesa, manda callar a quien se atreve a sugerir lo contrario y marca su territorio: “en esta mesa mando yo”. Con esa frase, no solo interrumpe un momento de supuesta felicidad familiar, sino que deja claro que no hubo, ni habrá, espacio para el disenso en su presencia.
Marcos, el padre de Catalina, se vuelve blanco de una advertencia pública: ya no puede proteger a su hija ni opinar sobre su vida. Andrés le recuerda que Catalina ya no es una niña, lo que en su lógica implica no independencia, sino propiedad con traspaso legal: ha dejado de ser responsabilidad del padre porque ahora pertenece a otro hombre. Este momento no es un detalle aislado; es un gesto simbólico de traspaso patriarcal, donde las mujeres pasan de un varón a otro sin tener verdadero control sobre su destino.
El silencio que sigue es denso. No es un silencio incómodo de sobremesa; es el tipo de silencio que se instala cuando el poder ha sido afirmado de forma brutal, aunque envuelto en cortesía. Chofi mordiéndose una campechana representa ese intento absurdo de normalidad, como si algo pudiera tragarse para que la tensión desaparezca.
Andrés, impaciente por el festejo que no arranca, lanza una provocación más: “¿ni una porra le van a echar?”. La pregunta está cargada de cinismo. Sabe que no hay nada que celebrar, pero exige que se finja lo contrario. El mandato de fingir felicidad es una forma más de control, una humillación disfrazada de entusiasmo. Teresa, con su sentido del ridículo, intenta resistir, aunque con temor. No se atreve a enfrentarlo directamente, y su réplica (“usted está loco”) es tan tenue como peligrosa. Andrés responde con una pregunta que suena a amenaza: “¿Qué dijiste?”
En ese momento, Bárbara, con un acto emocional que combina ternura y desesperación, rompe el hielo. Arroja arroz, besa a Catalina, llora con ella. No es un festejo genuino, sino un acto de solidaridad femenina en medio del despojo. El arroz, tradicional símbolo de fertilidad y prosperidad en las bodas, aquí es un acto de consuelo, de compasión, de aceptación forzada del destino. El abrazo entre hermanas es el primer gesto auténtico que Catalina recibe desde que fue arrastrada al matrimonio. Ambas lloran, pero no por emoción romántica, sino por lo que no se puede nombrar: la intuición de que Catalina ha sido entregada, no elegida.
Este final de capítulo no necesita subrayados para mostrar su brutalidad. Ángeles Mastretta utiliza los gestos pequeños —una frase, un silencio, una campechana mordida— para desnudar el sistema que rige la vida de Catalina: uno donde las mujeres no deciden, los hombres mandan, y la felicidad se finge mientras se aprieta el arroz en la cabeza como si fuera alivio.
El capítulo termina, pero el conflicto apenas comienza. La ceremonia ha pasado, pero lo que Catalina realmente ha firmado es su entrada a un mundo donde el amor, si aparece, será una forma de resistencia, no de salvación.