SÁBADO 21 de Junio 2025
BY PEDRO MOSIÑO DÍAZ
Ángeles Mastretta: Voz femenina de la literatura mexicana contemporánea
Ángeles Mastretta es una de las escritoras mexicanas más reconocidas de las últimas décadas. Nacida en Puebla en 1949, se formó como periodista en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), lo que marcaría el tono comprometido y observador de buena parte de su obra literaria.
Su incursión en la narrativa se dio con gran éxito en 1985, año en que publicó su primera novela, Arráncame la vida. Esta obra, editada posteriormente por Seix Barral en 1992, fue galardonada con el Premio Mazatlán y se convirtió rápidamente en un fenómeno editorial, tanto en el mundo hispanohablante como en otros países, al ser traducida a más de quince idiomas.
Además de la novela, Mastretta ha cultivado con maestría el relato corto y la crónica. Entre sus títulos más destacados se encuentran Mujeres de ojos grandes (1990), Maridos (2007), y una serie de volúmenes que entrelazan textos autobiográficos, periodísticos y literarios: Puerto libre (1994), El mundo iluminado (1998) y El cielo de los leones (2004). Su estilo, íntimo y a la vez universal, ha sabido conectar con generaciones de lectores, especialmente mujeres, gracias a personajes femeninos complejos y entrañables.
En 1995 publicó Mal de amores, una novela que consolidó su trayectoria literaria al obtener en 1997 el prestigioso Premio Rómulo Gallegos, uno de los más importantes del ámbito hispanoamericano. Fue la primera vez que este reconocimiento se concedió a una mujer, lo que marcó un hito en la historia del premio.
También incursionó en la novela breve con Ninguna eternidad como la mía (1999), y su obra más reciente, La emoción de las cosas (2012), publicada por Seix Barral en 2013, es un testimonio íntimo que entrelaza memoria personal y reflexión social.
Arráncame la vida – Capítulo I:
Desde las primeras líneas de Arráncame la vida, Ángeles Mastretta despliega una voz narrativa cargada de ironía, inocencia y presagio. En el inicio de esta novela, la protagonista, una adolescente de menos de quince años, nos lleva de la mano por el primer encuentro con Andrés Ascencio, un hombre mayor, poderoso y magnético. La escena se desarrolla en los portales de Puebla, un espacio simbólico que concentra lo público y lo íntimo, donde “todo pasaba”: desde los noviazgos hasta los asesinatos. Esta afirmación no solo describe un lugar físico, sino que funciona como metáfora de un México donde la vida privada y la violencia histórica se entrelazan sin fronteras claras.
El personaje de Andrés aparece rodeado de un aura seductora y contradictoria. La narradora, aún una niña, se siente fascinada por un hombre que no es guapo según los cánones, pero cuya seguridad y manera de hablar eclipsan cualquier juicio estético. Su atractivo radica en el poder, en su dominio del relato, en la manera en que se impone sobre todos —incluso sobre sus futuros suegros— con una mezcla de carisma, humor y arrogancia.
Este primer capítulo deja ver algo fundamental en la narrativa de Mastretta: la protagonista femenina como testigo lúcido y víctima inconsciente. La joven esposa se deslumbra por un hombre que representa tanto la virilidad revolucionaria como el patriarcado autoritario. Andrés no solo seduce a la narradora, también conquista a su familia, a sus hermanos con dulces, a su padre con discursos políticos. Se presenta como un hombre hecho a sí mismo, salido del campo, pero que ha trepado en la jerarquía militar por méritos oscuros y astucias personales, y esa mezcla de origen humilde y ambición despiadada refleja también parte del México posrevolucionario.
La voz narrativa, en retrospectiva, revela que lo que comenzó como un juego de coquetería pronto se transformó en una trampa emocional. Las advertencias sobre Andrés —las mujeres, los rumores, la locura— aparecen pronto, pero son ignoradas o minimizadas. El arrepentimiento, como ella misma señala, llegaría después. Lo que ahora se cuenta con una mezcla de ternura y desdén presagia un camino doloroso. La historia de amor se tiñe de advertencia y de crítica: a la sociedad que consiente el poder masculino sin cuestionarlo, y a la cultura que valida los matrimonios desiguales como parte del destino femenino.
El capítulo inaugura, así, una novela que no es solo una historia de amor y desamor, sino también una radiografía del México de entreguerras, de sus estructuras de poder, de su misoginia institucionalizada y del despertar —lento, pero firme— de una mujer que empieza siendo “hija de un campesino que aprendió a hacer quesos” y terminará tomando el control de su propia voz.
El despertar del cuerpo: deseo, sumisión y resistencia en Arráncame la vida
En este intenso y profundamente humano pasaje de Arráncame la vida, Ángeles Mastretta vuelve a poner en primer plano la voz de una narradora que transita el camino vertiginoso entre la infancia y la adultez. El fragmento recoge no solo el recuerdo del primer amor, sino la crudeza del primer contacto sexual, el despertar del cuerpo femenino en un mundo que no está preparado para educarlo ni acompañarlo.
El inicio es casi lírico: la evocación de los domingos de la infancia, los zapatos rojos, el juego con el padre y el burro en el campo, componen una atmósfera de inocencia perdida. Esta imagen infantil funciona como contrapunto brutal frente a la experiencia que se narra a continuación: el primer encuentro sexual con Andrés Ascencio, un hombre mayor, autoritario y profundamente inconsciente del daño emocional que causa.
Lo que en apariencia se presenta como una iniciación amorosa —“fui a conocer el mar”— se transforma rápidamente en una escena de desconcierto, vergüenza y violencia simbólica. La narradora no comprende del todo lo que ocurre, no está emocional ni físicamente preparada, pero tampoco tiene el lenguaje o el poder para decir que no. Su cuerpo reacciona, pero su voz se apaga. La frase “me dejé tocar sin meter las manos, sin abrir la boca, tiesa como muñeca de cartón” resume la parálisis de muchas mujeres jóvenes frente a una sexualidad impuesta, no dialogada, no deseada en sus propios términos.
Lo más potente de este fragmento es su ambivalencia: no hay dramatización ni victimización explícita, pero tampoco hay consentimiento claro. Mastretta construye con precisión una escena de silencios, donde el abuso está disfrazado de cariño y donde la protagonista intenta adaptarse, aprender, “aflojarse”, porque intuye que eso es lo que se espera de ella. Andrés, por su parte, aparece como una figura de poder que trivializa la experiencia femenina (“eso no se enseña, se aprende”) mientras la reduce a una audiencia muda para sus planes políticos.
En medio de todo esto, surge el deseo. Pero no el deseo del otro, sino el propio: una pulsión aún confusa por “sentir”, por descubrir el cuerpo más allá de la pasividad. La frase “me había quedado obsesionada con sentir” es clave en la novela y en el desarrollo del personaje. No se trata solo de un despertar sexual, sino del anhelo de autonomía, de reapropiación de sí misma. En un entorno que censura la educación de las mujeres, que no las forma para el pensamiento crítico ni para el goce personal, sentir se vuelve una forma de resistencia silenciosa.
El paso por la escuela clandestina de las monjas, las clases inútiles, la formación doméstica impuesta por la madre, y finalmente, la visita a la gitana para pedirle consejo, dibujan un entorno que no provee herramientas reales para el crecimiento femenino. La protagonista se forma en la carencia, en la intuición, en el deseo de comprender lo que nadie quiere explicar.
Este fragmento nos habla, en suma, del despertar del cuerpo femenino en un mundo diseñado para contenerlo. La narradora inicia una transformación que será dolorosa y progresiva, pero profundamente reveladora. Su búsqueda por “sentir” —entendido no solo como placer, sino como conciencia, como empoderamiento— marca el corazón de Arráncame la vida: una novela que no teme mostrar los grises de la experiencia femenina en una sociedad patriarcal, ni callar las contradicciones entre el deseo y la opresión, entre la obediencia y la rebeldía.
“De Ascencio, póngale ahí, señora”: el simulacro del consentimiento en Arráncame la vida
En este potente fragmento de Arráncame la vida, Ángeles Mastretta desvela con crudeza y lucidez cómo la experiencia femenina, en un México profundamente patriarcal, transita entre la búsqueda del placer, la necesidad de validación y la imposición de roles. La protagonista, Catalina, continúa su proceso de despertar corporal y emocional, esta vez con una mezcla de descubrimiento íntimo y resignación social.
El encuentro con la gitana es revelador y simbólico. La mujer, una figura transgresora y libre, le entrega a Catalina un conocimiento que no le han dado ni la escuela ni la familia: el centro de su cuerpo es también el centro de su conciencia. “Ahí vienen todas las cosas buenas”, le dice, y con esa afirmación desestabiliza todo el discurso moral y religioso que ha rodeado históricamente la sexualidad femenina. Catalina descubre que su cuerpo no es solo objeto de deseo ajeno, sino también fuente de goce propio. En soledad, en silencio y a escondidas, se explora con timidez pero también con una especie de epifanía.
Sin embargo, ese despertar personal contrasta con el mundo exterior, que sigue negándole autonomía. Las reacciones de su familia, las burlas de su hermana, la ignorancia disfrazada de preocupación médica, dejan ver el analfabetismo emocional de una sociedad que patologiza el deseo femenino y criminaliza cualquier intento de placer que no esté bajo control masculino.
La escena de la boda civil es, por otra parte, una representación casi grotesca de la institucionalización del sometimiento. Catalina no elige casarse: es arrastrada por Andrés, no consultada, no cortejada, sino simplemente llevada. El rito, lejos de ser un acto de amor o compromiso mutuo, se convierte en una transacción donde la voluntad femenina se diluye en el humor sarcástico del varón poderoso. Andrés habla con el juez como si estuviera cerrando un trato, e incluso al momento de firmar, le indica a Catalina que añada su apellido como una marca de propiedad: “De Ascencio, póngale ahí, señora.”
Este acto resume de manera simbólica la apropiación masculina del cuerpo y la identidad de la mujer. Catalina, que nunca había tenido que firmar, pone su nombre con la caligrafía infantil que le enseñaron las monjas, y al hacerlo, también deja constancia del paso forzado de la infancia a la adultez, del deseo individual a la función social que ahora se le impone como esposa del general.
Lo más desgarrador es que, a pesar de su claridad interior, Catalina aún no tiene herramientas para resistir. Tiene intuiciones, deseos, incluso sarcasmo (“Ni siquiera me has preguntado si me quiero casar contigo”), pero no tiene un espacio donde esa voz pueda convertirse en acción. En la boda improvisada, se consuma una paradoja: la ceremonia que debería ser un acto de elección, libertad y unión se convierte en una escenificación de obediencia, una teatralización del consentimiento que nunca fue tal.
El pasaje cierra con un eco de melancolía por lo no vivido. Catalina fantasea con una boda en la iglesia, con la música, las flores, el vestido, no porque crea en el mito del matrimonio, sino porque desearía al menos tener un recuerdo simbólico del rito. Algo bello con lo cual engañarse después, como hacen tantas otras. Esa nostalgia no es ingenua: es una muestra más de cómo incluso los rituales más tradicionales ofrecen una forma de narrarse a sí mismas que a muchas mujeres les fue negada.
Mastretta, en este fragmento, retrata con maestría una juventud marcada por el deseo de sentir, de entender, de pertenecer… pero también por la renuncia y el desencanto. Catalina no ha sido del todo vencida, pero su historia, como la de muchas mujeres de su tiempo (y del nuestro), arrastra la herida de haber sido educada para ceder, no para elegir.
En la página 17 de Arráncame la vida, Ángeles Mastretta continúa explorando, con su prosa aguda y cargada de matices, la transformación simbólica de Catalina tras su matrimonio con Andrés Ascencio.