El Hombre en Busca del Sentido – Segunda Parte

BY PEDRO MOSIÑO DÍAZ

Sábado 07 de Junio 2025

Con los apuntes del campo y el viejo manuscrito pronto acabó la redacción definitiva  del psicoanálisis y existencialismo. Tuchman le ofreció un puesto de neurólogo que le proporcionó recursos mínimos para alquilar una habitación y sobrevivir  decorosamente.

También conoció a Leonore Sealferine Schwindt  una enfermera de ojos esplendorosos y de una dulzura cautivadora.

En definitiva Frank recobraba pausadamente el visor físico y psicológico y también la intuición. En nueve días y con tres secretarías Frankl limpio de su intimidad la  más mínima nota de rencor o resentimiento.

Escribió el libro con un psicólogo en un campo de concentración. Los pocos ejemplares de la primera edición se vendieron con rapidez. Hasta que aunque tardó 10 años en venderse las primeras ediciones después se convirtió en un libro universal. A partir de una nueva edición en 1961 el profesor Gordon Allport Director de la Bacon press, consintieron que Frankl Añadir al texto original una breve exposición de los conceptos de la logoterapia, con ese nuevo texto el libro salió al mercado, con el nombre del hombre en busca del sentido y cambió el sentido y sobre todo en control lectores de forma paulatinamente arrolladora. 

En el año de 1963 la “Washington Square Press» se encargó de la edición de bolsillo con el nuevo título “The Man for Meaning» y su éxito creció de boca en boca por los mismos lectores.

A partir de ahí se convirtió en un éxito mundial y se tradujo a cerca de 30 idiomas y se convirtió en uno de los 10 libros de mejor influencia de Estados Unidos en el siglo XX así como fue clasificado como uno de los pocos grandes libros de la humanidad. 

No obstante se tuvo que reconocer que el hombre en busca del sentido merece inscribirse entre las obras Cumbre del patrimonio intelectual de la humanidad, por la profundidad de sus intuiciones psicológicas pero también por belleza de su prosa y también por ese amable humanismo que retrata la capacidad de grandeza y de  miseria que unida en el interior del hombre convirtiéndose en un canto esplendoroso. 

En definitiva, «El hombre en busca del sentido» es un libro sabio, admirable y sorprendente.

Es contundente, no deja lugar a dudas, se titula el informe del prisionero n. 119.104 con un ensayo psicológico que comienza así. Se debe Resaltar que este texto de acuerdo al informe del prisionero n.119.104 no contiene contar mis vivencias en el campo de concentración, mi intención es describir con mi experiencia y desde mi percepción de psiquiatra Cómo vive el prisionero normal en el campo y cómo esa vida influía en su psicología.

El sufrimiento en cierto modo deja de ser sufrimiento cuando encuentra un sentido. 

La nueva situación le permitía soñar con la boda, Don Eleonore Katherine que se celebraría a mediados de 1947, al año siguiente ganó la cátedra de  neurología y psiquiatría en el ateneo menes y a continuación se doctoró en filosofía.

En la década de los 60, el hombre en busca del sentido lo llevó a que Víktor Frankl  se volviera la novedad de acuerdo a sus aportaciones que había destacado. Lo nuevo que dio a un seminario que significó un punto de inflexión en la difusión del pensamiento y la obra de Viktor Frankl, a partir de ahí por la novedad de sus aportaciones psicológicas y su fama de orador brillante fue reclamado en infinidad de foros de todas  latitudes. Desde esa fecha los datos documentados de su currículum resultaron abrir madurez a más de 30 libros publicados, casi todos traducidos al menos cuatro a cinco idiomas diferentes y cerca de 200 invitaciones a distintas universidades de 34 países. El presidente de la sociedad médica de psicoterapia de Austria alentó y presidenta nacientes institutos y fundaciones de logoterapia del universidad de San Diego California así como un profesor visitante de Harvard Stanford Pittsburgh Filadelfia, Dallas Recibió la prestigiosa distinción de doctor Honoris Caura por 29 universidades y el futuro del libro El hombre en busca del sentido. 

Me respondió sin ser profeta le auguraba un largo recorrido porque este libro envejeciera o envejecerá lentamente ya que acerca a las entrañas de las experiencias humanas aplicándolas desde su origen constitutivo -¡ la unidad! Frankl miraba Más allá de la visión  Materialista, pues jamás olvidaba la dimensión espiritual del hombre sino que miraba Más allá de la visión espiritualista porque jamás olvidaba la condición sobre la de un médico.

Hay lugares donde el lenguaje parece quedar mudo, donde toda categoría moral o estética se desmorona ante la crudeza de la experiencia humana. Sin embargo, es precisamente desde esos abismos donde a veces emerge la reflexión más lúcida sobre el ser. Los sueños de los prisioneros, testimonio de Viktor Frankl, nos invita a mirar de frente uno de esos abismos: la vida en un campo de concentración nazi, donde el hombre es despojado de todo excepto de sí mismo.

En el corazón del texto, se revela una verdad radical: el ser humano, aun reducido a su mínima expresión física y emocional, conserva una libertad última —la de elegir su actitud frente al sufrimiento. Esta idea, simple en apariencia, es de una profundidad estremecedora. Cuando ya no hay pan, cuando el cuerpo se consume y la esperanza se disuelve entre alambradas y gritos, el alma —si se la permite— puede seguir afirmándose. Puede seguir diciendo “sí” a la vida, incluso cuando esta se ha vuelto casi irrespirable.

Frankl describe cómo la mente, al ser privada de estímulos y dignidad, regresa a sus formas más primitivas: sueña con comida, calor, refugio. Pero esa misma mente, sometida a la mayor degradación, es también capaz de pensar, de recordar, de orar. En este contraste brutal se manifiesta la complejidad del ser humano: somos cuerpo, somos hambre, pero también somos conciencia y anhelo. Somos, en definitiva, seres capaces de sufrir con sentido.

Lo más inquietante del relato no es el horror físico —aunque este sea omnipresente—, sino el deterioro del espíritu, el modo en que la indiferencia, el egoísmo y la pérdida de la compasión se vuelven mecanismos de defensa. El sentimentalismo desaparece, la empatía se atrofia. Solo el que ha pasado hambre sabe cuán profundamente puede volverse el hombre sobre sí mismo, cuán estrecho puede volverse el mundo cuando solo hay espacio para sobrevivir. Y, sin embargo, en medio de esa aridez afectiva, aún resisten gestos mínimos: compartir un trozo de pan, mirar al cielo, rezar en voz baja en la oscuridad de un barracón.

En los campos, el tiempo se distorsiona. La memoria se vuelve peligrosa y el futuro, inalcanzable. Por eso los prisioneros hablan del día de la liberación a través de menús, de platos imaginarios que no solo representan alimento, sino la promesa de volver a ser humanos. Hablar de comida no es una frivolidad: es, en ese contexto, una forma desesperada de mantener viva la fantasía de que existe un mañana donde no todo será sufrimiento.

La sexualidad, el arte, la cultura… todo eso desaparece en la mayoría de los prisioneros. Solo la política, como rumor de la posible liberación, y la religión, como asidero interior, sobreviven. La fe —religiosa o no— se vuelve entonces una forma de resistencia, un acto de rebeldía espiritual. En medio del sinsentido absoluto, el ser humano sigue preguntando por el sentido.

La filosofía existencial encuentra en este texto una confirmación brutal de sus intuiciones más profundas: que el sufrimiento es parte inevitable de la vida, pero no su negación; que el sentido no se recibe pasivamente, sino que se construye, incluso en el dolor; y que la libertad humana no consiste tanto en hacer lo que uno desea, sino en asumir una postura ante lo que uno no eligió.

En última instancia, Los sueños de los prisioneros no es un texto sobre la muerte, sino sobre la vida en sus formas más desnudas. No es un tratado sobre el mal, sino sobre la posibilidad del bien en condiciones que parecían haberlo aniquilado. No es, por tanto, una crónica del fin del hombre, sino del modo en que, incluso en el infierno, el ser humano puede resistir, puede amar en silencio, puede encontrar sentido —y así, puede seguir siendo humano.

Uno de los elementos más inquietantes que subyacen en Los sueños de los prisioneros es la lenta disolución del yo. En los campos de concentración, el ser humano no solo fue despojado de sus derechos y su libertad exterior, sino también de su identidad más íntima. El número reemplazó al nombre, la función sustituyó a la persona, y la individualidad se diluyó en una masa indistinguible de cuerpos famélicos y andrajosos. Esta pérdida del yo no fue solo una consecuencia del sistema opresor, sino parte esencial de su maquinaria: el exterminio del cuerpo iba precedido por la aniquilación del alma.

Frankl, sin embargo, testimonia que incluso en estas condiciones, la identidad no desaparece por completo, aunque se vea profundamente erosionada. Se vuelve tenue, frágil, casi invisible, pero persiste como una chispa. El hecho de que un prisionero aún pueda pensar en su casa, recordar a un ser querido, o escribir mentalmente un manuscrito perdido, es ya un acto de afirmación. Es una manera de decir: “Yo soy aún alguien”, aunque todo a su alrededor diga lo contrario.

Esto plantea una cuestión filosófica fundamental: ¿de qué está hecha la identidad? ¿Es solo una construcción social, alimentada por el entorno, el lenguaje, la memoria y el reconocimiento de los otros? ¿O hay algo en el ser humano que resiste incluso cuando todo eso se pierde? La experiencia del campo parece sugerir que el yo es, en su núcleo más profundo, una decisión silenciosa de no rendirse a la despersonalización. Un acto de fidelidad a lo que uno ha sido y desea seguir siendo, aunque ya no quede nada externo que lo confirme.

Cuando el prisionero se promete guardar un trozo de pan hasta mediodía, cuando ora sin palabras, cuando mira un paisaje que ya no le pertenece pero que sigue reconociendo como suyo, está diciendo: “Todavía existo”. Y esa existencia, aunque quebrada, es ya una forma de resistencia. Es una afirmación del yo frente a su disolución.

En un mundo donde muchas veces la identidad se construye desde el consumo, el estatus o la validación social, el texto de Frankl recuerda que la verdadera identidad se revela cuando todo eso desaparece. El yo no es simplemente lo que uno tiene, sino lo que uno elige conservar dentro de sí cuando lo ha perdido todo. Así, el campo de concentración se convierte, trágicamente, en el escenario más radical para preguntarse quiénes somos cuando no queda nada más.

Esperanza en lo imposible: la rebeldía silenciosa del espíritu

En Los sueños de los prisioneros, la esperanza aparece no como un consuelo fácil o una ilusión ingenua, sino como una resistencia silenciosa y profundamente humana. Lejos de ser una emoción espontánea, la esperanza, en el contexto del campo de concentración, es un acto de valentía, una decisión consciente de no ceder ante el absurdo. En un mundo donde el futuro era una amenaza más que una promesa, esperar se volvía una forma radical de subversión.

Frankl no presenta la esperanza como algo garantizado ni como un sentimiento que fluye naturalmente bajo el horror. De hecho, muchos prisioneros perdían toda fe en un mañana, y con esa pérdida, se apagaban también las últimas fuerzas para resistir. Sin embargo, había quienes —a pesar de todo— seguían imaginando el día de la liberación, proyectando menús de comidas futuras, reconstruyendo mentalmente sus trabajos perdidos, escribiendo libros en la mente, orando en silencio. Cada uno de esos gestos era un acto de esperanza que, en su fragilidad, desafiaba la lógica de la muerte.

Desde una perspectiva filosófica, la esperanza que Frankl describe no es la espera pasiva de que algo suceda, sino una esperanza activa, que se enraíza en la libertad interior del ser humano. Es el tipo de esperanza que nace, no de la probabilidad, sino del sentido. Camus decía que el verdadero desafío del hombre no es encontrar esperanza en lo posible, sino esperar aun cuando todo indica lo contrario. Esa esperanza no niega la realidad, sino que la atraviesa, y en esa tensión dolorosa se afirma la dignidad humana.


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