By PEDRO MOSIÑO DÍAZ.
SÁBADO 16 DE AGOSTO 2025
En las páginas 92 a 94 de Ensayo sobre la ceguera, Saramago profundiza en la dimensión social y política del caos. Deja de lado momentáneamente la experiencia íntima de los personajes para ofrecernos una visión panorámica del comportamiento de las instituciones y los medios de comunicación frente a una crisis incontrolable. Es una sátira lúcida y cruda, una radiografía de la incompetencia estructural de los sistemas de poder que, frente a lo desconocido, recurren primero a la metáfora y luego al ocultamiento.
La metáfora de la flecha que sube, se detiene y cae se presenta como el intento desesperado de los medios por traducir lo incomprensible a términos manejables. Pero Saramago no la celebra: más bien la desmonta. Al criticar la trivialización del lenguaje mediático, el narrador pone en evidencia cómo la esperanza es muchas veces fabricada, decorada con frases piadosas y fórmulas vacías, mientras la realidad se degrada frente a los ojos de todos. El problema no es la metáfora en sí, sino su uso como sedante social. En vez de invitar a la acción, adormece. En lugar de cuestionar, consuela.
La ironía atraviesa todo el pasaje: mientras las autoridades organizan seminarios y mesas redondas, el virus de la ceguera avanza silenciosa y eficazmente. El contraste entre la inutilidad del discurso técnico y la brutal eficacia del mal blanco refuerza una idea central de la obra: la ceguera no es solo física, es institucional, ética y colectiva. A los ciegos reales los confinan; a los ciegos simbólicos —funcionarios, comentaristas, médicos— los aplauden por decir lo que no saben. Incluso los académicos, al gritar “Estoy ciego” en plena conferencia, representan no solo una pérdida de visión, sino el derrumbe de la autoridad del saber.
Saramago articula además una crítica demoledora al aparato estatal. La respuesta del gobierno es errática, improvisada, reactiva. En un principio, creen que podrán contener la enfermedad con encierros masivos en manicomios. Más tarde, al ver que el número de ciegos crece sin freno, intentan delegar la responsabilidad a las familias, con el argumento implícito de proteger la normalidad visual del resto de la población. Esta lógica, cargada de discriminación y temor, pone en evidencia una constante histórica: los gobiernos, cuando no pueden controlar algo, optan por culpar a los débiles o esconderlos.
El miedo se convierte en el motor de todas las decisiones. Un miedo que no solo paraliza, sino que legitima la indiferencia. Los ciudadanos, habituados ya a la catástrofe, dejan de sorprenderse ante los accidentes. Cuando un conductor queda ciego y causa una tragedia, se normaliza con un comunicado corporativo: “fue un fallo humano”. La deshumanización se vuelve norma. El terror ya no tiene fuerza para conmover. El problema, dice Saramago sin decirlo, no es solo la ceguera literal: es la pérdida de la capacidad de asombro, de empatía y de juicio crítico.
En este contexto, la compasión también queda en entredicho. Al principio, algunas organizaciones caritativas intentan ayudar. Pero la tragedia se ceba incluso con los voluntarios: ellos también se quedan ciegos. El gesto se vuelve inútil, aunque simbólicamente hermoso. Sin embargo, los protagonistas del manicomio jamás los vieron llegar. ¿Fue un rumor? ¿Fue un autoengaño colectivo? Saramago deja la pregunta abierta, quizás para mostrarnos que incluso la esperanza puede ser un producto de la imaginación ante el vacío de la realidad.
La metáfora visual de los ciegos conduciéndose entre sí, como en la famosa pintura de Pieter Brueghel, se materializa en la última parte del fragmento. Familias enteras de ciegos, sin ningún vidente que los guíe, representan el colapso definitivo del tejido social. La imagen no puede ser más potente: no es solo la incapacidad de ver, sino la imposibilidad de orientarse mutuamente. En esa figura se condensa el fracaso del discurso político, la ceguera del poder, y la fragilidad del mito del individuo autosuficiente.
Este fragmento, al igual que el resto de la novela, es una advertencia disfrazada de ficción. Nos invita a pensar qué haríamos nosotros si, de pronto, la metáfora se volviera real. Si nuestras certezas se derrumbaran, si los gobiernos no supieran qué hacer, si los medios no tuvieran más que fórmulas huecas para calmarnos. ¿Dependeríamos de nuestra capacidad de adaptación o caeríamos en la misma lógica del encierro, el aislamiento y el miedo al otro? Saramago no da respuestas, pero nos obliga a hacernos las preguntas correctas. Y eso, en tiempos de crisis, ya es una forma de ver.
El fragmento correspondiente a las páginas 95 a 98 de Ensayo sobre la ceguera nos sumerge aún más en la descomposición del orden social a través de un escenario de catástrofes cada vez más simbólicas: primero el colapso del transporte público, luego la caída de un avión comercial. Estas escenas no sólo incrementan la tensión narrativa, sino que profundizan en la metáfora central de la obra: la ceguera no es una simple condición médica, sino una representación tangible del miedo, de la negación y del colapso de los pactos de convivencia. La población, paralizada entre la incredulidad y el terror, comienza a rechazar lo racional —“preferían quedarse ciegos antes que morir porque se hubiera quedado ciego otro”—, mostrando cómo el pensamiento colectivo puede verse rápidamente dominado por el pánico. El miedo, en este contexto, se vuelve más infeccioso que la propia ceguera.
Saramago retrata un escenario donde los símbolos del progreso humano —coches, autobuses, aviones— se convierten en obstáculos, escombros de un mundo detenido. El tránsito, que antes representaba movimiento, conexión y ritmo cotidiano, ahora simboliza caos, abandono y dolor físico para los ciegos que tropiezan con los vehículos inmóviles. Esta transformación del entorno urbano evidencia cómo, ante la pérdida de una facultad esencial, los espacios diseñados para la eficiencia se vuelven trampas mortales. La ciudad moderna, organizada alrededor de la visión, no puede sostenerse cuando la mayoría de sus habitantes ya no puede ver. Aquí, Saramago critica de forma sutil cómo la modernidad depende de sentidos que hemos dado por garantizados, y de estructuras frágiles que se derrumban con rapidez cuando ese equilibrio se rompe.
La ceguera colectiva va más allá de la falta de visión física. En el relato del viejo de la venda negra y del resto de los personajes sobre el último momento que vieron, se abre una puerta a la introspección: lo último que vio cada quien no es sólo una imagen, sino un espejo de su cotidianidad, de su identidad y hasta de sus deseos o angustias más íntimas. La secuencia de relatos personales se convierte en una suerte de confesionario, donde lo banal se vuelve trascendente: un pañuelo, un botón, una sábana, un libro. Pero el momento más potente es quizá el del hombre que describe una pintura imposible, compuesta por fragmentos de muchas otras, como si su memoria visual intentara conservar todo lo bello y lo histórico antes de apagarse. Esta pintura inventada es una metáfora de la cultura, del arte y de la memoria colectiva que se mezcla caóticamente en el límite entre la visión y la oscuridad. El miedo a la pérdida lleva a ese personaje a crear un último acto de contemplación visual, uno que aglutina siglos de mirada humana.
El diálogo final entre los personajes también da pie a una reflexión filosófica más profunda: ¿qué es lo que realmente veíamos antes de la ceguera? Cuando la chica de las gafas oscuras afirma que el miedo nos cegó antes incluso de perder la vista, se sintetiza de manera precisa el eje central de la novela. Saramago sugiere que vivimos en una ceguera previa, más peligrosa: una ceguera ética, emocional, una incapacidad de ver al otro como igual, de actuar con empatía y humanidad. En ese sentido, perder la vista no es más que el síntoma visible de una ceguera preexistente. La afirmación de que “quién sabe si para ir a perder la vista unos pasos más allá” revela el temor de que incluso los actos de bondad puedan volverse peligrosos, como si en este nuevo mundo distorsionado no hubiera espacio para la solidaridad sin riesgo.
El fragmento cierra con una escena poderosa: la llegada de otros ciegos a la sala, la mención de una guitarra ausente, y el rumor de un gobierno de unidad nacional. La guitarra no traída es una imagen poética de la esperanza perdida o postergada, del arte que no alcanza a llegar a tiempo para consolar. El rumor político, por su parte, parece una ironía cruel en un mundo donde ya no hay claridad, ni visual ni moral. ¿De qué sirve un gobierno de “salvación” en una sociedad que ya no ve, que ya no se reconoce, y que ha perdido sus referentes éticos? Saramago, con su estilo provocador y cargado de simbolismo, no ofrece respuestas, pero sí una profunda invitación a pensar: sobre nuestra vulnerabilidad, sobre nuestra responsabilidad colectiva, y sobre los hilos invisibles que nos unen, incluso cuando todo lo demás se apaga.
De la dignidad a la descomposición: la humanidad puesta a prueba
En las páginas 99 a 101 de Ensayo sobre la ceguera, José Saramago nos enfrenta con uno de los momentos más crudos de la novela: la degradación absoluta de las condiciones de vida en la cuarentena y el dilema moral que vive la mujer del médico, único personaje que aún conserva la vista. Este tramo del relato es una metáfora brutal sobre el colapso de la civilización, cuando ya no quedan normas, limpieza, ni pudor, y todo lo que sostenía la apariencia de humanidad se desvanece bajo el peso de la desesperación. Lo que comenzó como una convivencia forzada de unos cuantos ciegos se transforma en una masa descontrolada de cuerpos y necesidades elementales insatisfechas, donde los baños se convierten en infiernos y los corredores en letrinas improvisadas. Aquí, Saramago no edulcora nada: muestra la suciedad como signo de abandono, pero también como consecuencia directa del olvido por parte del poder, de un sistema que aísla sin asumir responsabilidad.
Esta decadencia no es solamente física. El abandono del aseo y el descontrol de los cuerpos están directamente ligados a una pérdida de la dignidad y del sentido de comunidad. En los primeros días, la empatía y la comprensión se abrían paso con esfuerzo entre los internos: había diálogo, perdón, y hasta cierta esperanza. Pero ahora, la ceguera ha alcanzado una nueva dimensión, más profunda: la indiferencia. Cada quien sobrevive como puede, justificando lo inaceptable con un “nadie me ve”, anulando el juicio ético que normalmente inhibe lo grotesco. La falta de mirada del otro parece liberar los peores impulsos, como si el control moral desapareciera junto con los ojos. Esta ceguera no sólo borra el mundo visible, sino también el sentido de responsabilidad y de humanidad.
Frente a este horror, emerge una figura trágicamente lúcida: la mujer del médico. Su visión la convierte en testigo permanente del deterioro. Ella no puede cerrar los ojos —literal ni metafóricamente—, y esa claridad la asfixia. Asume la angustia de ver lo que los demás ignoran, lo que prefieren no saber. En su diálogo nocturno con su esposo, Saramago explora la tensión entre la compasión y el agotamiento, entre el deseo de ayudar y el temor a ser devorada por las exigencias de un colectivo que podría convertirla en sierva por el simple hecho de ver. El dilema moral es intenso: callar y protegerse o actuar y exponerse. En ella se encarna la conciencia en un mundo desprovisto de ética, y esa conciencia pesa más que la ceguera misma.
La mujer del médico no sólo representa la posibilidad de la acción justa, sino también el conflicto interior que todo ser humano enfrenta ante el sufrimiento del otro. Su deseo de intervenir nace de un impulso ético, pero también del hartazgo de fingir que no ve. En esta contradicción, Saramago desnuda una verdad incómoda: la mirada consciente implica una responsabilidad. Ver la miseria y no actuar convierte la visión en complicidad. Pero actuar —como ella bien sabe— la llevará a una lucha interminable, solitaria, tal vez inútil. ¿Puede una sola persona cambiar la realidad de cientos de seres humanos abandonados? ¿Puede la luz de un solo par de ojos resistir la oscuridad colectiva? En esa duda reside el drama más profundo del libro.
El fragmento también plantea una crítica incisiva al poder institucional. Las instrucciones mecánicas del altavoz, que cada día repite normas y consejos higiénicos inútiles, contrastan con la realidad de instalaciones rotas, falta de agua, y abandono total. Esa voz, que se supone orientadora, se ha vuelto parte del absurdo: no guía, no consuela, no actúa. Es la representación de una autoridad vacía, que sigue hablando como si la realidad aún se correspondiera con los manuales. Mientras tanto, la mujer del médico desea lo que debería ser básico: una manguera, ojos, manos, una voz que oriente. Es decir, presencia humana real. Esa ausencia sistemática del otro —visible y solidario— convierte el encierro en una pesadilla sin salida, una lenta deshumanización.
Finalmente, cuando la mujer se plantea revelar que aún puede ver, aparece otra capa del conflicto: la reacción de los demás. ¿La verán como esperanza o como amenaza? ¿Celebrarán su visión o la rechazarán? Incluso imagina decir que ha recuperado la vista, como forma de infundir algo de fe. Pero todo ello implica una exposición peligrosa: en un entorno donde la ceguera ha igualado a todos en la desesperación, ver puede ser percibido como una traición. Y, sin embargo, ella sabe que no puede seguir fingiendo. La saturación sensorial, el hedor, la podredumbre y la culpa acumulada ya no le permiten permanecer al margen. El texto nos deja suspendidos en su decisión, entre la posibilidad del acto ético y la caída en el silencio cómplice. Así, Saramago nos obliga a reflexionar: en una sociedad en ruinas, ¿quién tiene el valor de ver y actuar? ¿Y cuánto puede durar esa luz antes de apagarse?